PEDRO AZNAR: Bienvenidos a mi

El frío de la ciudad ofrece una tregua en la recepción donde la gente, por demás puntual, conversa en las alfombras mientras espera que se abran las cortinas del teatro. Es que después de tanto andar, el Coliseo se dispone como el escenario ideal para la presentación oficial en Buenos Aires del disco doble “Quebrado”, o lo que no difiere mucho, para que Pedro Aznar pueda celebrar su propia fiesta con invitados.

Los hombres de negro invitan a pasar a padres con hijos, padres con madres e hijos con novias que lentamente, se acomodan en las butacas. Se espera por los músicos, se los llama con aplausos y allí están: Aznar será de esos anfitriones que aun sabiendo que puede ocuparse de todo, prefiere decirte dónde están las cosas y dejar que las vayas a buscar.

En el escenario se disponen unos diez artistas, de los cuales la mitad serán del palo de la música y otros tanto del arte de la grabación, mientras que el público -abajo en la platea y arriba en las diferentes alturas de los pullmans- será testigo voluntario, apreciador fortuito o valioso colaborador cada vez que se necesite un coro.

Que toda fiesta supone un registro de la misma bien lo sabe Aznar, que no escatima en planos ni angulaciones y procura ¡cinco! cámaras, cada una de la cuales se mantendrá al lado de un integrante de la banda (guitarra, bajo, batería, teclados y percusión) durante toda la noche. Por si faltaba más, el cantante desea en voz alta “que estén todos peinaditos y perfumaditos porque hoy vamos a grabar el DVD”.

Si Oscar Wilde decía que a la hora de reseñar un libro prefería no leerlo para no dejarse influir, nosotros tendremos que decir que fue un placer haber estado allí. Porque Aznar canta a Brasil, Aznar canta a Serú, Aznar está quebrado y sigue cantando. Canta pop y folklore, toca Jazz y Rock, -hermosas, especialmente, “Décimas” y “Nocturno Suburbano” - y como un nene, hace lo que quiere, a su gusto y con sus tiempos. Si le gusta, estira los temas; si se aburre, los resuelve de pronto; si les falta, los empieza de nuevo; si estuvieron bien, los canta otra vez.

Aparece feliz, sonriente y disfrutando. Será que detrás de esa máscara hay un chico asustado, pero será también que la máscara resulta lo suficientemente convincente para encontrar eco en todos sus caprichos.

Los músicos responden a todos sus pedidos y, ya sea porque saben lo que tienen que hacer, o porque no lo saben pero lo hacen bien, la banda suena a un tiempo potente y prolija. Incluso cuando se acerca el final de la velada, cuando se sientan al borde del escenario y en una repentina intimidad entonan, desenchufados, “El blues de la piedad”, para llevarlo de souvenir y ponerlo en la mesita de luz.