El legado de Alejandro Sokol, emblema de Las Pelotas, una de las bandas fundamentales del rock argentino, continúa vigente hoy, a cinco años de una muerte que puso fin a un sendero signado por la música, la velocidad y las tormentas internas.
En la calurosa mañana del 12 de enero de 2009, el corazón (ese mismo que él supo abrir generosamente a quien lo necesitara) del "Bocha" dijo basta en la ciudad cordobesa de Río Cuarto.
Un paro cardíaco, producto de una cardiopatía aguda, ignorada y despreciada, entregó una sensación de alivio para un hombre que vivió a mil, al borde del abismo, siempre coqueteando con los límites.
Había nacido el 30 de enero de 1960 y fue el tercer hijo (único varón) de una familia que se crió en la barriada bonaerense de Hurlingham, con las típicas casitas de "corte inglés" brindándole cotidianeidad a cada paso.
“Acá (en Hurlingham) está mi gente, veo las caras que veía cuando tenía 17 años y pasaba todo el día en la calle”, dijo oportunamente cuando capitaneaba su proyecto final, El Vuelto, la banda en la que tocó junto a su hijo Ismael, cuando Las Pelotas ya era recuerdo.
En ese contexto, Alejandro, por un carácter rebelde y provocativo, nunca fue un alumno destacado, sino apenas un entusiasta pibe que supo jugar al rugby en Curupaytí, el club de la zona.
Ya por esos días "pateaba" el barrio con su amigo Germán Daffunchio, con quien, luego, armaría la dupla compositiva de Las Pelotas. Pero antes, Sokol tuvo un bautismo de lujo, de esos que nunca se olvidan.
La llegada de un intérprete romano que había estudiado en Escocia y quiso idear una banda en una lejana Traslasierra cordobesa le abrieron las puertas: el Bocha acompañó a Luca Prodan en los albores de Sumo, tocando la batería (después se calzó el bajo, inclusive), cuando el rock todavía no estaba pensado como “medio de vida”.
El grupo empezaba a ganar aceptación y comenzaba a hacerse conocido en los garages del conurbano bonaerense, pero Sokol, haciendo gala de una conducta que más tarde repetiría, se escapó y abandonó la banda, amparado en un abrazo a la religión mormona que nunca terminó de concretarse.
Al Bocha jamás le causó gracia esa cuestión de asumir responsabilidades colectivas, y mucho menos enfrentar a la prensa.
El cantante gambeteaba la posibilidad de ser entrevistado, pero no como una estrategia del ocultismo que inició y patentó el Indio Solari para Los Redondos y que continuaron otros rockeros, amparados en un “bajo perfil” artificial.
Alejandro, sencillamente, prefería no enfrentar los micrófonos por sus temores y porque creía que no tenía “nada para decir”.
Sin embargo, el rock le entregaría una nueva oportunidad: Luca murió en diciembre del '87, Sumo se desintegró y Las Pelotas apareció, junto a Divididos, para garantizar la continuidad no sólo de un estilo musical.
El binomio Sokol-Daffunchio ganaba espacio en la consideración de la grey rockera.
De a poco le fue poniendo el cuerpo a eso de “pararse frente al público” y lo hizo con autoridad, dejando en evidencia su condición de "frontman" único e inigualable, muy a pesar de que su descuidada voz, a veces, le “jugaba en contra”.
De esos primeros shows con la banda datan temas como "Sin Hilo", "Bombachitas rosas", "Muchos mitos", "Escaleras" o "Corderos en la noche", la canción que describe como una suerte de pastor guía a sus ovejas. Todas gemas que se convirtieron en himnos "peloteros" con el paso del tiempo.
Como también lo fueron otras composiciones que llegaron más tarde como "El cazador", "Pasillos", "Mareada", "La mirada del amo", la inédita "Te quieren envolver" o la autorreferencial y premonitaria "Ya no estás". Canciones con las que supo conmover, sin más armas que una guitarra criolla en mano.
Esa sensibilidad sin par y esa condición innata de relacionarse con sus interlocutores, sin establecer mayores distancias que las de emisor-receptor, le permitieron a Sokol acreditar una numerosa legión de fans, aquellos que, a grito pelado, adoptaron como cantito de guerra el “que salga el Bocha oh oh, que salga el Bocha y todo el año es carnaval”.
Pero el intérprete que supo admirar a David Bowie, Los Beatles, Bob Marley, Pink Floyd o Joaquín Sabina debió convivir, también, con los "demonios" que lo abordaron y lo atormentaron.
Esos fantasmas lo perturbaron, es cierto, pero jamás le hicieron perder el horizonte: el de una persona comprometida con el afecto y el respeto hacia los demás; el de un artista sensible que compartió su felicidad con el resto; y el de un autor que supo escribir lindas canciones para que sus seguidores lo transformaran en mito, desde aquella mañana del desenlace fatal.
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