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sábado, 1 de abril de 2017

Metallica explosivo en la primera noche del Lollapalooza.

Metallica y Rancid, figuras fundamentales de la historia del rock, regalaron anoche dos actuaciones impecables en las que reivindicaron el heavy metal, el punk y el rock, y elevaron la temperatura de una inmensa marea de personas que quedó complacida con la propuesta de la primera jornada del Lollapalooza, en la que además convivió la electrónica y el pop.



Faltaba más de media hora para que el recital de Metallica comenzara. Sin embargo, lentamente, la gente empezó a abandonar las inmediaciones del segundo escenario principal, ubicado en el extremo opuesto a los accesos de ingreso al verde y extensísimo predio del hipódromo de San Isidro. El propósito del apuro era encontrar un lugar privilegiado para el recital de James Hatfield y compañía.

Es por eso que gran parte del público decidió quebrar con la ilusión sonora que había conseguido crear el trío inglés The XX, una cápsula en ocasiones atravesada por una sensación de agobio hipnótico y en otras, acompañada por un resplandor que envolvía la sugestiva voz femenina de la banda. Bajo esa ecuación, la audiencia comulgó entre el dreampop bailable y el disfrute distendido sobre el pasto.

Hay que destacar que amansar al público después de la euforia general que sembró Rancid -que ofrecieron un concierto que sus fans argentinos esperaban desde hace más de 15 años-, un no debe haber sido tarea sencilla para los veinteañeros ingleses de XX, aunque sí, un objetivo bien lograda frente a la histeria y ansiedad que anticipadamente se percibió en el éter y se potenció en multitud, como parte de la respuesta del público al cuarteto punk en su primera visita al país.

El proceso fue inverso cuando se trató de Metallica, la banda encargada de cerrar la primera noche del Lollapalooza local. De Rancid a The XX, hasta llegar a los autores de "Nothing else matters": una auténtica montaña rusa emocional, y más aún si se suma Cage the Elephant al trinomio. De la oscuridad metafórica del trío inglés a la oscuridad literal -en un principio- del cuarteto metalero oriundo de California que, de pronto, fue reflejado sólo por pantallas de celulares.

Hatfield, Lars Ulrich, Kirk Hammett y Robert Trujillo, entregaron anoche más de dos horas de recital, a un ritmo implacable, dieciocho canciones, algunas versiones extendidas, diálogos con el público, pogo, saltos, lágrimas, aguante con los brazos y una despedida multicolor con fuegos artificiales para terminar de consagrar una noche a la que ya no le hacía falta ningún condimento extra.

Cerca de las 22, las pantallas que escoltaban el escenario principal se encendieron: el Feo corría por un cementerio mientras buscaba la tumba de los dolores. Entre tanto "The ecstasy of gold", de Morricone, acompaña ese fragmento de "El bueno, el feo y el malo", de Sergio Leone. Todos supieron que el recital de los cuatro maestros del heavy metal había comenzado.

"No nos importa quiénes son, ni cuál es su religión, ni a quién vinieron a ver, lo que importa es que ahora están acá", expresó Hetfield, mientras los juegos de luces imprimían un poco de color sobre la vestimenta sobria que los caracterizó siempre. Sonaron "Atlas, Rise!", "For Whom the Bell Tolls", "The Memory Remains" y "One", entre otras.

El campo, de pronto y sin notarlo, se transformó en una sucesión de personas, sin principio ni fin. Todos parecían sentir la música de la misma manera, la recibían con la cabeza y la mareaban, la transformaban con cada salto y la devolvían en cada puño alzado: los desconocidos parecían funcionar como una unidad.

"Ustedes los argentinos cuando aman algo, realmente aman, y sé que la gente que está acá ama la música. ¿Quieren heavy ahora?", gritó Hatfield segundos antes de desgranar los acordes de "Sad but true". Mientras tanto, y como una suerte de contraste surrealista, en el escenario Perry's sonaba Marshmello, un productor de música electrónica que prefiere mantener su cara oculta dentro de un casco blanco que decora con unos ojos en forma de cruces y una sonrisa.

Sin interrupciones, el cuarteto desgranó "Master of Puppets", "Fade to Black", "Seek & Destroy", y con la misma voz, firme y potente, con la que Hatfield había cantado "Hardwired" dos horas atrás, interpretó "Fight fire with fire", "Nothing else matters" y "Enter sandman", y agradeció al público por estar del otro lado, por el apoyo de los 35 años de trayectoria que se cristalizaron en un recital en el que el cuarteto demostró estar más vigente, en estado y sólido que nunca.

Pero la actuación de Metallica no fue la única gema de la noche. También lo fue Rancid. La primera vez del cuarteto de Berkerly en el país -o segunda, para quienes tuvieron la fortuna de ir al show que la banda ofreció el día anterior en el Teatro de Flores- trajo consigo una mixtura de sensaciones que no encontró una traducción legible.

Ocho discos de estudio se sucedieron, desde su formación a comienzos de la década del 90, para que Tim Armstrong, Matt Freeman, Branden Steineckert y Lars Frederiksen pisen Argentina. "Nos llevó 26 años tocar acá. Perdón gente", precisó con humor ácido Frederiksen.

Detrás de los músicos, sobre el fondo del escenario se iluminó la portada de "...And Out Come the Wolves" (1995), uno de los más contundentes trabajos del cuarteto que anoche decidió portar en su pecho, y aunque lejos ya de crestas, a Exploited, Street Dogs y Motorhead. Sin embargo -y claro queda tras su demostración en el festival- a estos muchachos no les hace falta aparentar, ni utilizar elementos o peinados especiales para demostrar lo que significa ser punk y llevar adelante esa actitud.
Sólo hay que verlos.

La misma intensidad infranqueable con la que abrieron paso junto a "Radio", primera canción de su presentación en el espacio principal, fue la que los acompañó durante la veintena de temas que eligieron para agasajar a un público enamorado que gritó a la par y con la que surfearon entre el punk melódico, el ska y el hardcore.

El cuarteto, que irrumpió en la escena norteamericana para desarticular el estatismo que el género experimentaba hacía ya algunos años, combinó durante una hora piezas de sus más de dos décadas de trayectoria. Así pasaron "Salvation", "Time Bomb", "Old Friend", "Rejected", "Last one to die", "Fall back down", y "Honor is all we know", entre cánticos de cancha y demostraciones de afecto correspondido.

Antes de que caiga el sol, previo a Rancid, por ese mismo espacio había dejado su huella Cage The Elephant, una banda estadounidense que llegó al escenario central de este encuentro musical tras dos visitas al país, una en 2012 de la mano del festival Quilmes Rock y la otra, en la primera edición del Lollapalooza Argentina, en 2014.

El sexteto que lidera el carismático Matthew Shultz en voz, repasó canciones de sus cuatro álbumes. Vestido con camisa roja, pantalones negros, calzado en punta de color beige y ademanes con reminiscencias jaggerianas, el frontman consiguió apropiarse de la mirada de todos los individuos que caminaban cerca del escenario y también, de quienes recién ingresaban al predio.

Shultz fue por el escenario y vino. Se desprendió la camisa, se la sacó y se la volvió a poner. Saltó, corrió, se sentó sobre sus cuclillas. Se quitó el calzado, se bajó del escenario, se acercó a la valla e intentó echarse sobre el publico, aunque sin mucha suerte.

Los seis músicos parecían agradecidos por la respuesta que estaban cultivando; asombrados por la cantidad de personas que conocía y escuchaba Cage the Elephant, que acompañaba las letras de sus canciones, que se movía e incluso pogueaba con ellas.

Durante la presentación, intachable y en clave rockera, de esta banda que transita sus diez años de trayectoria con su formación estable, se escucharon "Cry baby", "In one ear", "Too late to say goodbye", "Trouble", "Shake me down", "Cold cold cold", "Ain't No Rest for the Wicked" y "Telescope", alejadas de melodías pop.

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